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El poeta ruso-americano Joseph Brodsky pronunció estas palabras en 1989 en la Universidad de Dartmouth.
Una parte sustancial de lo que les espera va a ser
reclamada por el aburrimiento. De ahí que hoy, en esta solemne ocasión,
quiera ponerles el tema, porque creo que ninguna universidad de artes
liberales los está preparando para esa eventualidad; y Dartmouth no es
la excepción. Ni las humanidades ni la ciencia ofrecen cursos sobre el
aburrimiento. En el mejor de los casos, es posible que los familiaricen
con la sensación al infligírselas. Pero ¿qué es un contacto casual
frente a una enfermedad incurable? El más monótono susurro proveniente
de una cátedra o el texto que hiere los ojos en un idioma pomposo no
representan nada en comparación con el Sahara psicológico que comienza
directamente en el dormitorio y desprecia el horizonte.
Conocido bajo diversos alias -angustia, ennui,
tedio, murria, jartera, apatía, desgano, estolidez, letargo, languidez,
acidia-, el aburrimiento es un fenómeno complejo y en general producto
de la repetición; parecería así que el mejor antídoto en su contra sería
la constante inventiva y originalidad. Es lo que ustedes, jóvenes y
despiertos, esperarían. Ay, pero la vida no va a darles tal opción,
porque el medio principal de la vida es precisamente la repetición.
Se puede alegar, por supuesto, que los intentos
repetidos de originalidad e inventiva son el vehículo del progreso y
-por ahí derecho- de la civilización. Pero si lo miramos en
retrospectiva, tal intento no es de los más valiosos. Porque si
dividiéramos la historia de nuestra especie según los descubrimientos
científicos, para no mencionar los conceptos éticos, el resultado no
estará a nuestro favor. Conseguiríamos, hablando técnicamente, siglos de
aburrimiento. La sola noción de originalidad o innovación plantea la
monotonía de la realidad corriente de la vida, cuyo medio -no cuyo
idioma- principal es el tedio.
En eso la vida difiere del arte, cuyo peor enemigo,
como probablemente lo sepan, es el cliché. No es de extrañarse, pues,
que el arte tampoco sirva para instruirlos en cómo manejar el
aburrimiento. Hay pocas novelas sobre este tema; los cuadros son todavía
más escasos, y en cuanto a la música, es principalmente no semántica.
En conjunto, el arte trata al aburrimiento de una manera defensiva,
satírica. La única forma como el arte puede convertirse para ustedes en
un solaz contra el aburrimiento, contra el equivalente existencial del
cliché, es si ustedes mismos se vuelven artistas. Dado su número, sin
embargo, la perspectiva es tan poco halagadora como improbable.
Pero incluso si todos ustedes salen en masa de esta
inauguración en busca de máquinas de escribir, caballetes y Steinways
de cola, ello no los preservará por completo del aburrimiento. Si la
repetición es la madre del aburrimiento, ustedes, jóvenes y despiertos,
pronto se verán abrumados por la falta de reconocimiento y la mala paga,
ambas crónicas en el mundo del arte. En estos aspectos, escribir,
pintar y componer música son evidentemente ocupaciones inferiores a
trabajar para una firma de abogados, un banco o incluso un laboratorio.
Y es allí, por supuesto, donde reside la gracia
salvadora del arte. Al no ser lucrativa, es más bien difícil que caiga
víctima de la demografía. Porque si, como hemos dicho, la repetición es
la madre del aburrimiento, la demografía (que va a desempeñar en sus
vidas un papel mucho mayor que cualquier disciplina que hayan aprendido
aquí) es el padre. Esto puede sonar misantrópico, pero tengo más del
doble de su edad y he vivido para ver duplicarse la población de nuestro
globo. Para cuando ustedes tengan mi edad, se habrá cuadruplicado, y no
exactamente de la manera en que lo esperan. Por ejemplo, para el año
2000 serán tales las modificaciones culturales y étnicas, que pondrán a
prueba la noción de su propia humanidad.
Esto nada más reduce las perspectivas de
originalidad e inventiva como antídotos contra el aburrimiento. Pero
in-cluso en un mundo más monocromático, el otro problema con la
originalidad y la inventiva es que literalmente pagan. En la medida en
que ustedes sean capaces de una de las dos, podrían progresar con
rapidez. Por deseable que esto pueda parecer, la mayor parte de ustedes
saben de primera mano que nadie se aburre tanto como el rico, porque el
dinero compra tiempo y el tiempo es repetitivo. Suponiendo que no
busquen la pobreza -pues de lo contrario no hubieran entrado a la
universidad-, es de esperar que el aburrimiento los golpee tan pronto
como dispongan de las primeras herramientas de autosatisfacción.
Gracias a la tecnología moderna, estas herramientas
son tan numerosas como los sinónimos de aburrimiento. A la luz de su
función -hacerles olvidar la redundancia del tiempo-, su abundancia es
reveladora. Igualmente reveladora es la función de su poder de compra,
hacia cuyo aumento ustedes van a salir de este salón con el repiqueteo
de esos instrumentos sostenidos fuertemente por sus padres y parientes.
Es una escena profética, señoras y señores de la promoción de 1989,
porque ustedes están entrando en un mundo en el que registrar un evento
empequeñece al propio evento: el mundo del video, del estéreo, del
control remoto, del vestido para trotar y de la máquina de ejercicios
para mantenerlos dispuestos a revivir su propio pasado o el de algún
otro, éxtasis enlatado que pide carne fresca.
Todo lo que muestra un patrón está impregnado de
aburrimiento. Ello es aplicable al dinero en más de una forma, tanto a
los billetes de banco como a su posesión. No se trata, por supuesto, de
promocionar la pobreza como una escapatoria al aburrimiento, aunque san
Francisco, al parecer, logró exactamente eso. Pero a pesar de todas las
privaciones que nos rodean, la idea de nuevas órdenes monásticas no
parece particularmente atractiva en esta era de videocristiandad.
Además, jóvenes y despiertos, ustedes están más ansiosos por hacer el
bien en Sudáfrica o en algún lugar parecido que en hacerlo en el
vecindario, y antes dejarían de tomar su marca favorita de gaseosa que
aventurarse por el lado malo de la calle. De modo que nadie les está
recomendando pobreza. Todo lo que uno puede sugerirles es que sean un
poco más aprensivos con el dinero, porque los ceros en sus cuentas
pueden ser preludio de los equivalentes mentales.
En cuanto a la pobreza, el aburrimiento es la parte
más brutal de su tortura, y el apartarse de ella adopta formas más
radicales: de rebelión violenta o de adicción a las drogas. Ambas son
temporales, porque la tortura de la pobreza es infinita; ambas, debido a
esa infinitud, son costosas. En general, un hombre que se inyecta
heroína en las venas lo hace casi por las mismas razones por las que
ustedes se compran un video: para eludir la redundancia del tiempo. La
diferencia, sin embargo, es que él gasta más de lo que tiene, y que su
medio de escape se vuelve tan redundante como aquello de lo que está
escapando, sólo que a un ritmo todavía más raudo que el de ustedes. En
suma, la diferencia tangible entre el extremo de una aguja y el botón de
un estéreo corresponde a grandes rasgos a aquella que existe entre la
agudeza y la vacuidad del impacto del tiempo entre los que no tienen y
los que tienen. En resumen, sean ricos o sean pobres, tarde o temprano
se verán afligidos por esta redundancia del tiempo.
Ricos en potencia, ustedes acabarán aburriéndose
del trabajo, los amigos, los cónyuges, los amantes, la vista desde la
ventana, los muebles o el papel de colgadura de la alcoba, los
pensamientos o de ustedes mismos. En consecuencia, tratarán de buscar
caminos de escape. Aparte de la autocomplacencia con los artilugios
antes citados, pueden dedicarse a cambiar de empleo, residencia,
compañía, país, clima; podrán ensayar la promiscuidad, el alcohol, los
viajes, las lecciones de cocina, las drogas, el psicoanálisis.
De hecho, pueden juntar todas estas cosas y por un
tiempo funcionarán. Hasta el día, por supuesto, en que se despierten en
medio de una familia nueva y un papel de colgadura diferente, en un
estado y un clima diferentes, con un cerro de cuentas del agente viajero
y del analista, pero con el mis-mo sentimiento rancio hacia la luz del
día que se filtra a través de las ventanas. Se pondrán los mocasines
sólo para descubrir que necesitarían de los cordones para sobreponerse a
lo ya conocido. Dependiendo del temperamento o de la edad, les dará
pánico o bien se resignarán a la familiaridad de la sensación; o se
lanzarán una vez más al galimatías del cambio.
La neurosis y la depresión entrarán en sus léxicos;
los gabinetes del baño estarán llenos de píldoras. Básicamente, no hay
nada de malo en convertir la vida en una búsqueda constante de
alternativas, en pasar por encima de empleos, cónyuges, ambientes, etc.,
siempre que uno pueda hacerse cargo de la pensión alimenticia y del
enredo con los recuerdos. Este tipo de situaciones, al fin de cuentas,
ha sido suficientemente idealizado en la pantalla y en la poesía
romántica. El riesgo, no obstante, es que en menos que nada la búsqueda
se vuelva una ocupación de tiempo completo, y que la necesidad de una
alternativa acabe siendo comparable a la dosis diaria de un adicto.
Pero hay otra salida. No mejor, quizás, desde su
punto de vista, y no necesariamente segura pero recta y económica.
Quienes entre ustedes hayan leído el poema "Del sirviente a los
sirvientes" de Robert Frost, quizás recuerden un verso suyo: "La mejor
manera de salir es siempre atravesar". Por eso lo que voy a sugerirles
es una variante sobre el tema.
Cuando el aburrimiento los golpee, entréguense a
él. Que los aplaste, que los sumerja, toquen fondo. En general, con las
cosas desagradables, la regla es: mientras más pronto toquen fondo más
pronto volverán a flotar. La idea aquí, para parafrasear a otro gran
poeta de la lengua inglesa, es mirar de frente a lo peor. La razón por
la que el aburrimiento merece semejante escrutinio es que representa el
tiempo puro, incontaminado, en todo su repetitivo, redundante y monótono
esplendor.
Para decirlo de alguna manera, el aburrimiento es
nuestra ventana sobre el tiempo, sobre esas propiedades suyas que uno
tiende a ignorar con peligro probable del propio equilibrio mental. En
suma, es nuestra ventana sobre la infinitud del tiempo, es decir, sobre
nuestra insignificancia en él. Esto es lo que cuenta, tal vez, en
nuestro horror por los atardeceres solitarios y torpes, en la
fascinación con la que a veces miramos una mota de polvo flotar en un
rayo de sol, cuando en alguna parte repica un reloj, hace calor y
nuestra fuerza de voluntad es nula.
Una vez abierta esa ventana, no intenten cerrarla;
déjenla, por el contrario, de par en par. Porque el aburrimiento habla
el lenguaje del tiempo y va a enseñarles la lección más valiosa de la
vida -la que no obtuvieron aquí, en estos verdes prados-: la lección de
su completa insignificancia. Será valiosa para ustedes, así como para
aquellos con quienes se codeen. "Eres finito", les dirá el tiempo con
voz de aburrimiento, "y hagas lo que hagas, desde mi punto de vista es
fútil". Por supuesto que esto no será música para sus oídos; pero el
sentido de futilidad, de significación limitada incluso para las mejores
acciones, para las más ardientes, es mejor que la ilusión de sus
consecuencias y el consiguiente autobombo.
Pues el aburrimiento es una invasión del tiempo en
nuestro repertorio de valores. Pone nuestra existencia en perspectiva,
con un resultado neto que siempre implica precisión y humildad. La
primera, debe notarse, engendra la segunda. Mientras aprendemos sobre
nuestro propio tamaño, más humildes y más compasivos nos volvemos con
nuestros semejantes, con ese polvo flotante en un rayo de luz o ya
inmóvil sobre la mesa. ¡Ah, cuánta vida hubo en esas motas! No desde
nuestro punto de vista, sino desde el de ellas. Nosotros somos para
ellas lo que el tiempo es para nosotros; por eso es que parecen tan
pequeñas. ¿Y saben lo que dice el polvo cuando lo limpian de la mesa?
"Recuérdame",
susurra el polvo.
Nada podría estar más lejos de la agenda mental de
ustedes, jóvenes y despiertos, que el sentimiento expresado en estos dos
versos por el poeta alemán Peter Huchel, ya muerto.
Lo he citado porque me gustaría inculcar en ustedes
la afinidad con las cosas pequeñas -semillas y plantas, granos de arena
o mosquitos-, pequeñas pero numerosas. Cité estos dos versos porque me
gustan, porque me reconozco en ellos y, si a ello vamos, en cualquier
organismo vivo que debe ser limpiado de la superficie disponible.
"Recuérdame, susurra el polvo". Y lo que oímos es que si de vez en
cuando aprendemos algo sobre nosotros por cuenta del tiempo, quizás el
tiempo pueda, a su vez, aprender algo de nosotros. ¿Qué habría de ser?
Que aunque inferiores en significación, tenemos la ventaja de la
sensibilidad.
Esto es lo que significa ser insignificante. Si se
necesita un aburrimiento que paralice la voluntad, bienvenido el
aburrimiento. Somos insignificantes porque somos finitos. Pero mientras
más finita es una cosa, más cargada está de vida, emociones, dicha,
temor, compasión. Pues el infinito no es ni muy vivo ni muy emocional.
Nuestro aburrimiento nos enseña al menos esto, porque nuestro
aburrimiento es el aburrimiento del infinito.
Respétenlo, entonces, por sus orígenes, como por
los de ustedes mismos. Porque es la anticipación de ese infinito
inanimado la que da cuenta de la intensidad de los sentimientos humanos,
que a menudo conducen a la concepción de una nueva vida. Eso no quiere
decir que ustedes hayan sido concebidos en el aburrimiento, o que lo
finito engendre lo finito (aunque ambas cosas pueden resultar ciertas).
Es más bien para sugerir que la pasión es el privilegio del
insignificante.
Por lo tanto, traten de mantener la pasión, dejen
la frialdad para las constelaciones. La pasión es, ante todo, un remedio
contra el aburrimiento. Otra cosa, por supuesto, es el dolor -físico
más que psicológico-, que suele ser consecuencia de la pasión; aunque no
les deseo ninguno de los dos. Aun así, cuando sentimos dolor sabemos
que al menos no hemos sido engañados (por el cuerpo o por la psique). De
ahí que lo bueno del aburrimiento, de la angustia y del sentimiento de
la insignificancia de la existencia, de todas las existencias, sea que
no entrañan un engaño.
Pueden ensayar también las novelas de detectives o
las películas de acción -algo que los deje donde no han estado antes
verbal/visual/mentalmente-, algo que se sostenga, aunque sólo sea
durante un par de horas. Eviten la televisión, especialmente el cambio
de canales: es la redundancia encarnada. Pero si fracasan estos
remedios, déjenlo entrar, "arrojen su alma a la creciente oscuridad".
Traten de abrazar, o déjense abrazar por el aburrimiento y la angustia,
que de todas maneras son más grandes que ustedes. Sin duda les parecerá
sofocante, pero traten de soportarlo cuanto puedan, y a veces más. Ante
todo, no piensen que se equivocaron en algún momento, no traten de
rehacer sus pasos para corregir el error. No, como dijo el poeta, "crean
en su dolor". Este horrible abrazo del oso no es un error. Nada de lo
que los molesta lo es. Recuerden todo el tiempo que en este mundo no hay
abrazo que finalmente no pueda deshacerse.
Si todo esto les parece sombrío, no saben lo que es
sombrío. Si esto les parece irrelevante, espero que el tiempo les dé la
razón. Si lo encuentran poco apropiado para tan solemne ocasión, estaré
en desacuerdo.
Convendría en ello si esta ocasión fuera para
celebrar su permanencia aquí; pero marca su partida. Mañana estarán
lejos de aquí, pues sus padres pagaron sólo cuatro años, ni un día más.
De modo que tienen que ir a alguna parte para seguir sus carreras, para
obtener dinero, para formar una familia, para enfrentarse a sus destinos
únicos. Y en lo que hace a esa "otra parte", ni en las estrellas ni en
los trópicos ni al otro lado de la frontera en Vermont se han enterado
de que exista esta ceremonia en el prado de Dartmouth. Uno ni siquiera
apostaría a que el sonido de la banda llegue hasta White River Junction.
Están a punto de abandonar este lugar, miembros de
la promoción de 1989. Están entrando al mundo, un mundo que estará más
densamente habitado que este rincón de los bosques y en el que se les
prestará menos atención que la que les prestaron en estos cuatro años.
Están por su cuenta sin remedio. Hablando de la significancia de
ustedes, pueden calcularla rápidamente comparando los 1.100 que son
contra los cuatro mil novecientos millones que hay en el mundo. La
prudencia, entonces, es tan apropiada en esta ocasión como la fanfarria.
No les deseo más que felicidad. Aun así, habrá
muchas horas oscuras y, lo que es peor, sosas, causadas tanto por el
mundo exterior como por sus propias mentes. Tendrían que fortalecerse
contra eso de alguna manera; y es lo que he estado tratando de hacer con
ésta, mi débil exposición, aunque obviamente sepa que es insuficiente.
Pues el que les espera es un viaje notable pero
fatigoso; hoy están abordando, por así decirlo, un tren fuera de
control. Nadie puede decirles lo que les espera en adelante, mucho menos
aquellos que quedan atrás. Hay algo, sin embargo, que pueden
asegurarles, y es que no se trata de un viaje de ida y vuelta. Intenten,
por lo tanto, extraer alguna comodidad de la noción de que por
intragable que sea ésta o aquella estación, el tren no se quedará allí
para siempre. Por consiguiente, nunca estarán varados, ni siquiera
cuando así lo sientan; porque este lugar se convierte hoy en su pasado.
De ahora en adelante se les irá perdiendo, ya que el tren se halla en
constante movimiento. El lugar se irá desvaneciendo, incluso cuando
sientan que están varados... De manera que échenle una mirada cuando
todavía tiene su tamaño natural, mientras todavía no es una fotografía.
Mírenlo con toda la ternura de que sean capaces porque están mirando su
pasado. Extraigan, por decirlo así, la mejor mirada posible. Dudo que
vayan a encontrar algo mejor que eso.
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